Hace cientos de años, en tierras que pertenecen en la actualidad a la provincia argentina de Catamarca, las tribus de los huasanes y de los mallis vivían en guerra permanente.
Un día, la hija del cacique de los huasanes, llamada Munaylla, que en lengua quechua significa «hermosa», conoció por casualidad al hijo del gran jefe de los mallis, Pumahima, nombre que quiere decir «valiente».
Desde el primer momento, Munaylla y Pumahima se enamoraron perdidamente, pero no se atrevieron a confesárselo a sus mayores. En uno de sus encuentros a escondidas, el joven le propuso a la muchacha:
–¿Por qué no nos vamos a algún lugar donde no puedan encontrarnos? Será la única forma de estar juntos y ser felices.
Munaylla estuvo de acuerdo y, una madrugada, los dos jóvenes abandonaron sus hogares y se pusieron a andar sin rumbo fijo. Durante el día, se ocultaban en las cuevas que encontraban por el camino. Por la noche, caminaban hasta desfallecer, al amparo de los frondosos árboles.
Hasta Quilla Hatum, la Luna Grande, compadecida, atenuó su potente resplandor para que no descubrieran a los dos enamorados. Así estuvieron los jóvenes durante cuatro días. Pero, al caer la quinta noche, oyeron unas voces a lo lejos.
–Querida Munaylla, los nuestros nos persiguen. Tenemos que encontrar un lugar seguro donde escondernos.
Pumahima no se equivocaba. Desde el momento en el que descubrieron la fuga de los jóvenes, las dos tribus, enfrentadas desde siempre, habían llegado al único acuerdo de su triste historia: seguir los pasos de aquellos a los que consideraron traidores en sus respectivos pueblos para darles su merecido.
Los hombres más rápidos de los huasanes y de los mallis se habían puesto en marcha nada más conocer la huida de los jóvenes. Y como no tardaron en encontrar las huellas de los dos fugitivos, confiaban en dar con ellos enseguida.
Entretanto, Munaylla y Pumahima escuchaban cada vez más cerca las voces de sus perseguidores. Entonces, la joven, siguiendo los ritos ancestrales de su tribu, elevó los brazos al cielo, inclinó la cabeza y se encomendó al dios Pachacámac:
–Gran dios, no permitas que nos capturen –suplicó con lágrimas en los ojos–. No hemos hecho mal a nadie y solo queremos ser felices juntos.
Pachacámac escuchó su ruego e improvisó rápidamente una original forma de salvarlos: convirtió a Pumahima en una planta desconocida hasta entonces. Era una planta recta, alta como una torre y cubierta de espinas por completo. Le dio el nombre de cactus. Su interior era tan espacioso que allí encontró refugio la bella Munaylla.
Poco después, llegaron hasta ese preciso lugar los perseguidores de los dos jóvenes, que pasaron de largo, sin fijarse en el cactus y sin sospechar lo que ocultaba. Nadie halló a los dos enamorados. Parecía que se los había tragado la tierra.
Días más tarde, los muchachos recibieron la visita del dios que los había ayudado:
–Gracias por socorrernos, Pachacámac –dijo Munaylla–. Aquí estamos a salvo. Querríamos seguir así para siempre.
–¿Pero no deseáis recobrar vuestra forma humana? –les preguntó el dios, extrañado.
–No. Ahora nos sentimos seguros y no tenemos que huir –respondió Pumahima.
El gran dios atendió los ruegos de los jóvenes y de nuevo les concedió su deseo: permanecerían así para siempre.
Meses más tarde llegó la primavera. Entonces, Munaylla ansió ver el cielo y respirar el aire fresco del campo. Día tras día fue empujando con su cabeza la verde envoltura que la cubría. Hasta que por fin asomó en forma de una espléndida flor de pétalos sedosos y brillantes colores. Y así dice la leyenda que nació la flor del cactus.
Desde aquellos lejanos tiempos, Pumahima defiende a su amada con las espinas de su cuerpo vegetal. Y sin faltar a la cita, todas las primaveras, ella reaparece y saluda al mundo convertida en bella flor.
BEATRIZ FERRO Historias fantásticas de América y el mundo. Editorial La Página (Adaptación).